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El callejón
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Arreglos varios

"Penny Lane" iba a formar parte del álbum "Sgt. Peppers Lonely Hearts Club Band" (1967) pero, finalmente, se quedó fuera. Se trata de una de las muchas piezas maestras de Los Beatles, arreglada y producida con mano sabia por George Martin.

A George Martin, in memoriam

En el negocio de la música, cualesquiera que sea el género del que estemos hablando, ha habido siempre una figura que ha ocupado un discreto segundo plano: el arreglista.

Incluso en un mundo tan abierto a la libertad interpretativa como el jazz, en el que, desde sus inicios, la improvisación ha sido uno de sus principales rasgos de identidad, ya que, al tratarse de una forma de creación inmediata, la personalidad del artista se transmite de forma instantánea cuando se sale del guión preestablecido y ofrece su propia e individual versión de la partitura (además, no conviene olvidar que, dentro del jazz, la improvisación corresponde con un espacio de expansión ilimitada que los músicos negros demandaban después de padecer una historia colectiva marcada por toda clase de abusos y privaciones), la irrupción de la figura del arreglista se produce, entre 1925 y 1929, coincidiendo con el nacimiento de las primeras grandes orquestas, que necesitan una persona capaz de adaptar o transformar una obra para que pueda ser ejecutada con instrumentos o voces distintas a los originalmente previstos.

Al esplendor del jazz en la década de los treinta contribuirían músicos como Fletcher Henderson, por cuya banda pasaron Louis Armstrong, Don Redman -arreglista y saxofonista que también contribuiría a la concepción del nuevo lenguaje musical- y Coleman Hawkins, un magnífico intérprete a quien le corresponde el honor de ser el primer solista de saxo tenor en la historia del jazz.

Las big bands o grandes orquestas que empezaron a proliferar surgían de multiplicar los pequeños conjuntos del decenio anterior. La trompeta se volvió varias trompetas, al igual que el trombón. Y el clarinete cedió su protagonismo sonoro a la sección de saxos, compuesta, por lo general, de dos tenores, dos contraltos y un barítono. Se hacía necesaria, por tanto, la presencia de un músico experto, capaz de llevar al papel estas nuevas exigencias instrumentales.

Muy pronto las grandes orquestas comenzaron a diferenciarse entre sí. Mientras los directores blancos como Benny Goodman, Gene Krupa, Charlie Barnet o Tommy Dorsey optaron por tocar una música de baile, ligeramente emparentada con el jazz y que recibiría el nombre de swing, músicos negros como Jimmy Lunceford, Chick Webb o William "Count" Basie cultivaban en sus bandas un jazz más puro.

Sin embargo, ninguna de estas formaciones ofrecía una música tan genuina, original y elegante como la banda de Edward "Duke" Ellington.

Encuadradas en el estilo jungle, llamado así por los rugidos de los animales de la selva que imitaban sus solistas, sus composiciones reflejan una cierta estética "impresionista" que les imprimía un carácter misterioso, nebuloso, nocturno.

En gran medida lo que empezaba a ser el sonido "made in Ellington" se debe a la conjunción de su inigualable talento como compositor y a la enorme valía de sus músicos. Dos de ellos, el saxo barítono Harry Carney y el saxo alto y soprano Johnny Hodges, eran los mejores en sus respectivas especialidades. Ambos acompañaron a Duke durante medio siglo.

Es en los años cuarenta cuando la orquesta y el propio caudal creativo de Duke Ellington alcanzan su mayoría de edad. Las obras maestras se suceden sin pausa y el pianista se atreve a escribir una larga suite: Black, Brown and Beige. Obra que refleja el progresivo mestizaje de la música norteamericana.

La primera de las cincuenta suites que habría de componer a lo largo de su carrera no hubiera sido posible sin la estrecha colaboración de Bill Strayhorn, el pianista que durante casi treinta años sería la mano derecha de Ellington. Ambos compartían la composición y los arreglos de los temas; muchos de los cuales surgían en conversaciones telefónicas o en charlas informales. Nunca en el jazz se dio una química tan provechosa entre dos artistas. Una estrecha relación que sólo se rompió con la muerte de Strayhorn, acaecida en 1967.

La década de los treinta inicia la llamada etapa clásica del jazz. Estos años se caracterizaron por un estilo musical fresco, alegre, divertido, que marcaría a toda una época: el swing.

En pleno esplendor del swing, el clarinete alcanzó una cierta notoriedad de la que jamás volvería a disfrutar. Los célebres directores blancos Artie Shaw, Woody Herman y, sobre todo, Benny Goodman, eran reconocidos clarinetistas y se encargaron de explotar las posibilidades musicales de este instrumento. Sus bandas, junto a la de Glenn Miller, pondrían la música de fondo a la Segunda Guerra Mundial.

De todas las orquestas de swing ninguna alcanzó la fama y el éxito de la banda liderada por Benny Goodman y ello, en gran parte, se debió a su habilidad para contratar a los mejores arreglistas de la época. Músicos como Jimmy Mundy, Edgar Sampson, Mary Lou Williams o el propio Fletcher Henderson. Todos ellos, verdaderos maestros en el arte de escribir para una big band.

Después de la II Guerra Mundial, el jazz entró de lleno en la era del bebop. Un cambio de estilo absolutamente revolucionario, consistente en la inclusión de armonías hasta entonces inexploradas, en la flexibilización del esquema rítmico y en la vital importancia otorgada a la improvisación, auténtica columna vertebral de esta nueva música. En cierta forma, el bebop devolvió al jazz a sus raíces. Frente a la música comercial en la que el swing se había convertido durante la guerra, el bebop se erigiría como retorno a la independencia y creatividad de los orígenes africanos. Así, hacia finales de los años cuarenta, todos los músicos de jazz que habían nacido en la década de los veinte tocaban algo parecido al bebop. Un estilo que no requería de grandes orquestas ni, por tanto, de esmerados arreglos musicales.

Sin embargo, justo cuando el bebop empezaba a dar señales de agotamiento, paradójicamente, fue la orquesta de Woody Herman la que tomaría el relevo del nuevo sonido de vanguardia.

Durante la década de los cincuenta se desarrollarían distintas corrientes musicales y la primera de estas líneas de estilo fue el llamado cool jazz o jazz frío. En 1949, el trompetista Miles Davis formó un noneto que pasaría a la historia como The Birth of the Cool. En aquel conjunto destacaban los arreglos de Johnny Carisi, del saxo barítono Gerry Mulligan, del pianista John Lewis y, sobre todo, las innovadoras ideas sobre orquestación aportadas por Gil Evans. A lo largo de una década, el talento de Miles Davis se uniría al fino olfato de este pianista y arreglista canadiense. De esta extraordinaria sociedad artística nacerían obras maestras orquestales como los álbumes Miles ahead, Sketches of Spain, Quiet nights o la fantástica versión de Porgy and Bess.

Con la llegada de los cincuenta, las grandes orquestas o big bands se enfrentaron a su extinción. Algo que sería prácticamente un hecho en la década siguiente, los sesenta, caracterizada por la experimentación y por una libertad creativa sin fronteras.

Con la excepción de las bandas dirigidas por Count Basie y Duke Ellington, la mayoría de estas grandes formaciones fueron incapaces de afrontar la competencia discográfica de otros ritmos y músicas que atraían en masa a la juventud, como el rock and roll o el pop.

En un último intento por atraer al público, algunos directores decidieron cambiar la música de baile por las salas de concierto "serias". El principal promotor de esa idea fue Stan Kenton. En su afán por sobrevivir, la banda de Kenton llegó a ofrecer un sonido un tanto estrafalario. Una mezcla de jazz y de música clásica contemporánea que era imposible de obtener sin la obligatoria intervención de un arreglista.

En la década de los cincuenta y sesenta, gran parte de los músicos de jazz pudieron mantenerse gracias a que pusieron su talento al servicio de cantantes melódicos o crooners, como Bing Crosby o Frank Sinatra, que vendían cifras astronómicas de discos, ofrecían conciertos multitudinarios y en el cine poseían el estatus de auténticas estrellas. Algunos de los mejores arreglistas trabajaron en exclusiva para mayor gloria y lucimiento de estos vocalistas. Como es el caso de Oliver Nelson, de Nelson Riddle o del polifacético trompetista, compositor, director de orquesta y productor, Quincy Jones.

Nacido en 1933, en la ciudad de Chicago, Quincy Jones comenzó a estudiar piano desde muy niño y, a los diez años, ya dirigía su propio cuarteto vocal en una iglesia. Con catorce empezó a recibir lecciones de trompeta y, en 1951, con dieciocho años cumplidos, obtiene una beca para cursar estudios en la prestigiosa Berklee School of Music de Boston. Ese mismo año, el célebre vibrafonista Lionel Hampton lo contrata como trompetista y arreglista de su banda. Poco después ésta inicia una gira por Europa, donde el joven Jones participaría en jam sessions y grabaciones a espaldas de su director.  

A su regreso de su primera gira por Europa, Quincy Jones se instala en Nueva York, deja la orquesta de Hampton y se convierte en un compositor y arreglista muy solicitado. Durante la década de los sesenta, Quincy Jones concentró todos sus esfuerzos creativos en escribir bandas sonoras para películas (como El prestamista, La huida o En el calor de la noche, por la que obtendría un Oscar) y en componer temas para estrellas del firmamento musical como Ray Charles, Sarah Vaughan, Dinah Washington, Peggy Lee, Count Basie y Frank Sinatra.

Desde los años setenta hasta la actualidad, la carrera de Quincy Jones ha sido una sucesión de proyectos exitosos. Por ejemplo: a él se debe, sin duda, el hecho de que el más joven miembro de los Jackson Five, Michael Jackson, se convirtiese en un extraordinario fenómeno social, a partir de la publicación de sus discos en solitario, de los que fue su productor. En los últimos años, fiel a su curiosidad indómita, Quincy Jones ha desarrollado la mayor parte de su actividad artística fuera del ámbito del jazz e incluso ha llegado a grabar junto a reputados raperos como Ice-T, Melle Mel, Big Daddy Kane o Kool Moe Dee.

A principio de los años cincuenta, en las salas y clubs nocturnos de Río de Janeiro, se fue gestando un cóctel de jazz y samba que surgía de una práctica musical muy intimista; casi como si se tratara de música de cámara. Aquel experimento, que derivaba directamente del cool jazz o jazz frío californiano, se caracterizaba por su marcado perfeccionismo formal. En este nuevo estilo los distintos elementos musicales se conciben como un todo: melodía, armonía, ritmo y contrapunto. Mientras, el canto fluye como en una conversación, estableciéndose una estrecha relación entre texto y música. Nos estamos refiriendo a un movimiento que marcaría un antes y un después dentro de la música contemporánea: la bossa nova.

Mientras que la mayor parte de las modas musicales se ven relegadas al olvido tras un año de esplendor, la bossa nova prosperó y conservaría intacto su gran atractivo comercial hasta bien entrados los años sesenta. Este éxito obligaría a los artistas de mayor renombre de Brasil a trasladarse a Estados Unidos: como Joao Gilberto, Luiz Bonfá o Antonio Carlos Jobim. Éste último encontró en el alemán Claus Ogerman el interlocutor perfecto para reelaborar la bossa nova desde un prisma instrumental y orquestal. Fruto de esta colaboración son varios álbumes de entre los que destaca el primero de ellos, Wave, cuyo tema principal es una delicada preciosidad que da título al disco.

En la década de los setenta, el jazz recurrió a la fusión para aguantar el tirón comercial de los grandes monstruos del rock y del pop, en una batalla que tenía perdida de antemano, ya que la fórmula de mezclar el jazz con el rock no tardó en dar síntomas de un rápido e inevitable agotamiento.

Si el jazz-rock había recuperado al jazz para el gran público, en los años setenta el jazz retornaría a las pistas de baile, casi tres décadas después del auge de las bandas de swing, de la mano de otro híbrido musical: el jazz-funk.

Este género tenía su origen en la música con la que arrasaban en las discotecas las estrellas negras del soul. O sea: James Brown, The Temptations, Marvin Gaye, Earth Wind and Fire o Curtis Mayfield. Preocupados por ofrecer una música intermedia entre el rock de corte tradicional y el soul, una serie de intérpretes de jazz que, por otra parte se sentían comprometidos con los problemas de la población de color, decidieron fundir ambas corrientes en el nuevo cóctel, el jazz-funk, que gozaría de una popularidad inmediata.

Conocidos en los años cincuenta como los Night Hawks o Halcones de la Noche, en la década de los setenta, The Crusaders se convertirían en una de las formaciones más sólidas dentro del jazz-funk, cuya elocuente calidad musical da cuenta de unos arreglos magníficamente escritos.

Con la entrada en los años ochenta, el jazz llevaba casi un siglo de larga andadura. Había evolucionado desde la ya remota Nueva Orleans hasta convertirse en una música multiétnica, imposible de calificar y clasificar.

Los músicos de jazz optaron por volver sobre los pasos ya dados y, olvidando por un momento los ecos del rock y del funk, regresaron a las principales corrientes del jazz: el swing de los años treinta, el bebop de los cuarenta y el free jazz de los sesenta.

Frente a esta orientación principal, representada por los hermanos Wynton y Bradford Marsalis, otros músicos empezaron a hacerse eco del rap y del hip hop, mezclando la música de la calle con los viejos estilos más genuinamente jazzísticos. Todo esto se tradujo en un progresivo abandono de la riqueza y sofisticación instrumental, lo que, unido a la desaparición de las grandes orquestas de jazz, ha producido que el arreglista haya quedado relegado a ocupar un lugar cada vez menos relevante en la, por otro lado, decadente industria discográfica.

Sin embargo, de vez en cuando, uno se tropieza con agradables sorpresas, como el británico Mark Ronson, un músico que empezó como pinchadiscos, devoto del hip hop norteamericano, y se ha convertido en un reputado y reconocido productor musical. Aunque su universo creativo está fuera del jazz, no cabe duda de que la influencia de este género está presente en los temas que ha co-escrito y ha arreglado para la malograda Amy Winehouse, como su fabuloso Back to black, con el que cerramos este pequeño tributo a ese discreto druida de sonidos: el arreglista.

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