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El callejón
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Laudatio et Memoriae Canariensis

Con su verbo inspirado y pasión templada, José Antonio Martín Otín, ‘Petón’, relataba, en diciembre de 2008, ante los micrófonos de “El Larguero”, la historia de la Unión Deportiva Las Palmas. ¡¡¡Arriba d’ellos!!!

Como no podía ser de otra manera, el partido fue malo ("Fútbol, más bien poco", dijo Valerón nada más terminar el encuentro, mientras mostraba, con feliz semblante, su satisfacción equina), ya que la urgencia y la ansiedad están reñidas con la belleza en cualquier orden de la existencia, incluido el tálamo, secreto santuario donde las prisas resultan ser siempre muy malas consejeras. Así que, entre la realidad y el deseo, la contienda se moría abrupta e inexorablemente, llevándose con él todas las grandes esperanzas de una muchedumbre expectante y alborotadora que llevaba doce meses de expiación, rogando una segunda oportunidad.

Y, justo cuando faltaban apenas minutos para la consumación de una nueva tragedia en ese escenario grandilocuente y desangelado del estadio de Siete Palmas, se obró el milagro que merecía un montón de gente de bien, porque la hay, pese a que cueste un mundo encontrarla (empezando por mi tío Paco Benítez Rojas, mi tía Chucha -palmera transterrada a la Gran Canaria hace medio siglo- y sus cuatro hijos: Mara, Tono, Macame y Lourdes), y la pelotita entró, en una de esas carambolas metafísicas que confirman que, en efecto, Dios no juega a los dados con el Universo si se trata de hacer justicia.

Grité gol con cautela, con cierto pudor, como no queriendo estropear el plácido silencio de la primera tarde del verano, en un barrio sumido en el sopor dominical y la rabia contenida de tantas promesas rotas, legislatura tras legislatura, por parte de la oligarquía local, que ha conseguido algo imposible hace décadas: Santa Cruz se ha rendido definitivamente a la tristeza de una decadencia lenta e indigna.

Fue un gol que canté con timidez y respeto, consciente de que, en territorio hostil, las muestras de alegría ante los triunfos del eterno rival se observan con recelo y esa media sonrisa, que es la mueca habitual que adoptan las hienas y los comisarios políticos.

Luego, una vez que el árbitro puso fin a una temporada tan agotadora como extraordinaria, di rienda suelta a los instintos y me descubrí, entre perplejo e incómodo, soltando una lágrima grande, escandalosa, que atravesó mi mejilla izquierda trayendo consigo un puñado de recuerdos: algunos, ya lejanos en el tiempo y el espacio (aquellos jerséis policromados de Daniel Carnevali, las medias caídas de Morete, la exquisita precisión de Miguel Ángel Brindisi o el golazo de Juani por toda la escuadra a Pedro Artola, un sábado otoñal de 1980, la única ocasión en que pisé el Insular, para ver al Barcelona de Schuster y donde terminé ovacionando en pie a un equipo en el que militaban once canarios: Pérez, Felipe, Mayé, Roque, Páez, Farias, Félix, Jorge, Juani, Julio Suárez y Pepe Juan), que se agolpaban en el interior de mi cabeza junto a otras imágenes más recientes (como la última etapa de Roque Olsen en el banquillo, que ni herido de muerte le perdió la cara a la derrota, porque rendirse es de cobardes, o el estrafalario aficionado con el que me topé en la tercera tribuna del Bernabéu, en los prolegómenos de la final de Copa de 2013, vestido con una insólita equipación autoconfeccionada, que era mitad del Atlético de Madrid y mitad de la Unión Deportiva: "Ganamos seguro", nos dijo el nota; y tenía razón; al acabar el partido, que sepultó catorce años de frustración y humillaciones, el tipo nos saludó a mis hermanos y a mí, sonriente, varias filas más arriba, con su aspecto de arlequín inverosímil).

La vida no suele conceder segundas oportunidades. Por eso espero que los máximos responsables de un club que es orgullo del pueblo canario hayan aprendido, de una vez por todas, la lección.

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