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El callejón
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Claque qatarí

En el mundo del teatro se denomina claque a aquella parte de los espectadores que ha adquirido sus entradas a un precio reducido o que incluso recibe algún dinero a cambio de aplaudir, en los pasajes pertinentes, durante la representación y, principalmente, a la finalización de ésta.

Rafael Portillo y Jesús Casado nos recuerdan, en su Abecedario del Teatro (Centro de Documentación Teatral, Madrid, 1988), que hubo un tiempo, no muy atrás, en que la claque estaba tan profesionalizada que era consideraba una "institución imprescindible, de efectos muy beneficiosos para obra y autores: sus miembros acudían a los ensayos para familiarizarse con el espectáculo y elegir los mejores momentos para el aplauso, y el jefe del grupo se convertía en un director de orquesta, revestido de cierto prestigio".

La utilidad de la claque no se circunscribe tan solo al ámbito escénico, como se puede comprobar estos días en Doha, capital del emirato de Qatar, donde se está celebrando el campeonato mundial de balonmano y en el que la selección anfitriona cuenta con el respaldo estruendoso e incansable de un grupo de cincuenta y ocho aficionados procedentes de España. Se trata de una hinchada bulliciosa y festiva, contratada por la federación catarí, que ha acudido a la cita mundialista con todos los gastos pagados y alojamiento en un hotel de cuatro estrellas.

Los hinchas, en su mayoría pertenecientes a la peña la Furia Conquense, han cambiado por unas semanas las gradas del pabellón en el que disputa sus encuentros el club Ciudad Encantada, en la liga ASOBAL, por las modernas y lujosas instalaciones donde el equipo nacional de Qatar disputa sus encuentros. Los integrantes de esta claque balonmanística, que se autodenomina a sí misma Los Mercenarios de Qatar, afronta cada partido como si fuera el último de sus vidas como espectadores y han formado una simpática charanga (que incluye caja, platillos, cuatro bombos y dos megáfonos) que no para de abroncar a los contrarios cuando atacan y de alentar a los suyos (es decir, a los qataríes) cuando son ellos los que despliegan la ofensiva.

"A la gente de Qatar le vuelve loca la charanga. Al principio son tímidos pero ya ante Eslovenia se soltaron a bailar con nosotros hasta el Paquito El Chocolatero", relata entusiasmada una de las hinchas de alquiler venidas desde Cuenca, que asegura que los organizadores están tan contentos con su rendimiento como forofos legionarios que se plantean volverlos a llamar dentro de seis años, cuando se celebre en este país del Golfo Pérsico el Mundial de fútbol.

Interesante experiencia, sin duda, la de estos compatriotas nuestros y que, a buen seguro, a más de uno ha de servir para replantearse, precisamente, ciertas convicciones personales acerca de algo tan de uso común, tan sobajado y confuso como el patriotismo. Porque, con las peripecias en el Próximo Oriente de los paisanos conquenses, queda meridianamente claro que la patria de cada cual depende de la mano que le dé de comer. Y si no, pregúntenselo al bueno de Iñaki Urdangarin, ese gran balonmanista y patriota español, que estuvo en un tris de salir por piernas rumbo a Qatar, como segundo de a bordo de Valero Rivera, el ahora seleccionador qatarí, de no haberse cruzado en su camino un modesto juez de provincias, a punto de jubilarse, José Castro Aragón, cuya única patria es la ley, y que en sí mismo constituye un caso excepcional dentro de un país, el nuestro (donde tanto canalla y desaprensivo se refugia tras un falso patriotismo), en el que no hay regla sin excepción. Por suerte para la justicia, tan de capa caída, tan denostada y mancillada por unos y por otros (sobre todo, por parte de aquellos llamados a impartirla), el juez Castro es la excepción que confirma dicha regla.

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