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El callejón
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Te recuerdo, Robi

Alineación del Atlético de Madrid, frente al Celta, el 23 de enero de 1977 (3-0). De pie, de izquierda a derecha: Leal, Alberto, Pereira, Reina, Eusebio y Panadero Díaz. Agachados y en idéntico sentido: Capón, Rubén Cano, Aguilar, Robi y Ayala.

Dedicado con especial cariño a todos los integrantes de la peña atlética El pequeño Anfield: Dani, Fede (también conocido en los principales garitos europeos como El Barón Friedrich Häagen Dazs VollDamm), Carlichili, Radamel Colchonero, David The Big Man Bizarre, David Cannonball, Félix (El hombre de la Doble G) y, sobre todo, a ti, Bac, hermano mayor, maestro en tantas cosas de la vida, Manola, la vida; no sabes el favor que me hiciste cuando me regalaste la equipación del Atleti a los cinco años; un millón de besos y un millón de gracias

Anoche, mientras los rivales e incluso el árbitro (sí, el mismo que te acababa de dar la oportunidad de cerrar el partido) hacían lo imposible por ponerte nervioso, justo cuando esperabas a iniciar la corta carrera y golpear el balón, y tras la portería los espectadores trataban de desviar tu atención, porque todos y, sobre todo tú, eran conscientes de que ya habías fallado cuatro penaltis esta temporada, mientras mi hermano Carlos se marchó al pasillo para no verlo y se puso de rodillas y de espaldas al destino, justo en ese preciso instante, Diego, apenas permití que en mi cabeza solo estuviese mi abuela Manola y la recordé con su rostro luminoso, su sonrisa de pícara bondad, su dulzura natural, su aparente inocencia, su amor hacia la vida, que guardo en mi corazón como el más preciado tesoro, y le pedí que lo metieras, Diego, que rompieses la red con un cañonazo de tu pierna derecha, que es un mapa recubierto de cortadas y cicatrices, que es la geografía de la niñez de tantos de nosotros, correteando por la plaza de Santo Domingo o por el callejón Cabrera Pinto, y, entonces y solo entonces, visualicé a mi abuela, en su cama de la habitación del hospital, poco antes de irse de este mundo, cuando le respondió a su nieto Carlichili sin dudarlo: "¿De qué equipo somos, abuela?". "Del Atleti", dijo con la misma naturalidad que si le hubieran preguntado por el nombre de su marido, mi abuelo. Por unos segundos hablé con ella, Diego, créeme, y se lo rogué con todas mis fuerzas. Y como siempre hace, como siempre hizo, me escuchó.

Luego, después de dejarme la garganta en un grito interminable, fuiste a abrazarte con tu entrenador, Diego, y rompí a llorar desconsoladamente, con un llanto que era una mezcla de alivio y alegría, porque tú y tus compañeros volvieron a demostrar que no estamos solos, Diego, que el gran secreto para sobrevivir en este mundo repleto de trampas e impostores es la unión, que es la única fuerza que merece la pena, y que sólo desde la fe en el otro encontramos la fe en nosotros mismos.

Te quiero, abuela.

Te quiero, Atleti.

José Amaro Carrillo Rodríguez, texto colgado en facebook la mañana del 1 de mayo de 2014

Después de pensarlo mucho, de darle mil vueltas, al final no lo pude evitar y aquí estoy: sentado de nuevo ante la pantalla y golpeando las teclas con la yema de los dedos para dar rienda suelta a una pasión a la que no se le puede poner otros límites que la insensatez. Afronto una tarde como la de hoy con un volcán de emociones enfrentadas (la convicción y el desánimo, la fe y la resignación, la euforia y el miedo) y cuento, impaciente, las horas que faltan para que el balón (que es la gran metáfora del mundo) empiece a rodar y esta historia consuma sus últimos capítulos. Ciertamente, a estas alturas de la película, no tenemos que demostrar nada a nadie: ni el equipo (admirable), ni su fantástico entrenador, ni la afición (que es el corazón de un club imprescindible para entender que la infancia jamás se acaba), ni sus vivos (¡Qué grande eres, Gárate! Haciendo cola en las taquillas para hacerle un favor a un amigo porque todavía no tienes claro si ir o no a Lisboa), ni sus muertos (nunca nos fallaste, Luis, nunca). Lo único cierto es que, cualquiera que sea el resultado final, no podemos ni debemos olvidar esta temporada que ha sido maravillosa en todos los sentidos.

En un día como hoy me resultaba imposible escribir otras palabras que no sean las que ahora mismo estoy escribiendo y en un momento como éste, en la antesala de lo que podría llegar a ser una de las mayores proezas deportivas que ha conocido el fútbol español, mi mente se entretiene en cábalas y ensoñaciones pero también alberga un buen espacio para el recuerdo. Y entonces aparece Robi.

Valentín Jorge Sánchez (Granada, 9 de enero de 1951), centrocampista de baja estatura pero robusta consistencia, se personó en el Vicente Calderón la mañana del 14 de mayo de 1976 para ser presentado a sus nuevos compañeros y a su entrenador, Luis Aragonés, quien, al final de esa sesión preparatoria, dio la lista de convocados para el inminente duelo liguero contra el Madrid.     

            Conocido familiarmente como Robi, Valentín Jorge recaló en la rivera del Manzanares procedente de la Unión Deportiva Salamanca, donde, durante cuatro años, contribuyó con su fútbol de garra, entrega, velocidad y buen disparo a la imparable progresión de un club modesto que había pasado en tan corto período de tiempo de Tercera a Primera División.

            Robi, que, como Del Bosque (salmantino de cuna) o el propio Luis, perteneció a la cadena de filiales del Real Madrid y pasó por varias cesiones, se había emancipado de la Casa Blanca la temporada anterior, era hijo y sobrino de futbolistas: su padre, conocido con el apelativo de Sosa, jugó varios años en el Granada, y dos tíos paternos suyos, identificados por su primer apellido, Jorge, militaron en las plantillas, respectivamente, del Atlético de Madrid y del Español. Con cuatro años la familia de Robi se trasladó a vivir a Tenerife y en la isla el chico aprendió a jugar a la pelota.

            Robi, por el que el Atlético había pagado al Salamanca la nada despreciable cantidad de 23 millones de pesetas de 1976, recaló en el equipo colchonero para afrontar la complicadísima empresa de hacer olvidar a Adelardo Rodríguez, eterno capitán de las huestes rojiblancas y jugador que sigue ostentando el récord de haber sido quien más veces se enfundó la camisola de las rayas canallas: quinientas cincuenta y una, en diecisiete temporadas. Y, a su manera, con su estilo aguerrido aunque no exento de técnica, Valentín Jorge cumplió con creces. Permaneció cinco años en el Atleti, jugó ciento nueve partidos, anotó siete goles y participó en la consecución de la última Copa del Generalísimo (en 1976) y del campeonato nacional de Liga de 1977, obtenido matemáticamente tras cosechar un empate en el feudo del eterno rival el 15 de mayo, en un domingo en el que el Atlético presentó esta alineación, en la que Robi fue titular, luciendo el número 6 a la espalda: Pacheco, Marcelino, Benegas, Pereira, Capón, Robi, Alberto, Leal, Ayala, Rubén Cano y Bermejo.

            En 1981, a pesar de haberse reencontrado con su mentor deportivo, José Luis García Traid, el Atlético estaba sumido en las convulsas aguas del nefasto periodo presidencial de Alfonso Cabeza y el futbolista granadino, hijo de un tinerfeño emigrado a Andalucía en los años del hambre, emprendió un peregrinaje personal que lo llevó de equipo menor en equipo menor y, una vez colgadas las botas, a una errante trayectoria como entrenador de segunda fila que hubo de buscarse los garbanzos en la Tercera División catalana hasta que retornó a la Isla.

Aquí, en su tierra de adopción, Robi vivió su periplo más feliz en los banquillos, justo al frente del juvenil del Club Deportivo Tenerife: estamos en la época más gloriosa de los blanquiazules, cuando a mediados de los noventa disputaron la semifinal de la Copa de la UEFA contra el Schalke 04 y su fútbol de toque y vertiginoso (muy pocos reconocen el mérito indiscutible de Jupp Heynckes) enamoraba a propios y extraños. Pero ese tiempo de esplendor en la hierba también tenía fecha de caducidad y al bueno de Robi, en mayo de 1999, le tocó el ingrato papel de comandar una nave que, en la recta final del campeonato, estaba condenada al naufragio.

            Valentín Jorge Sánchez hizo lo que pudo pero el Tete se fue al infierno de Segunda, del que apenas ha vuelto a sacar la cabeza en un par de ocasiones fugaces, en los últimos trece años, como si se tratara de un Sísifo en versión chicharrera, resignado a consolarse con breves treguas durante la eterna tortura de su condena.

            Sin embargo, la vida le ha deparado a Robi un tormento aún peor y más cruel.

            Hoy, Robi, consumido en una delgadez casi fúnebre, es una sombra de sí mismo, un espectro que pasea sin recuerdos, sin memoria, por la plaza del Adelantado o por los pasillos del instituto en el que su mujer trabaja como profesora. Me dicen que es una criatura entrañable y cariñosa, que mantiene la misma determinación y enérgica serenidad con que posa en las estampas de la editorial Este, que coleccionaba mi tío Anelio en álbumes que ya han perdido algunas hojas. Eso sí, me cuentan que su rostro de niño grande, que ya no sabe quién es ni quién fue, se ilumina con una sonrisa sin palabras cada vez que alguien con corazón le menciona al Atleti.

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