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El callejón
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El Isleño

Para Gabo, por supuesto

Cuando a Gabriel García Márquez le dieron el Nobel yo tenía once años: ya había escrito mis primeros relatos, los había roto en un arranque de furia infantil y había abandonado mi precoz vocación literaria para intentar hacerme futbolista y jugar en el Tenisca. No había leído una sola línea salida de la máquina de escribir del novelista de Aracataca y, en cambio, me decantaba por los álbumes de las Joyas Literarias Juveniles de Bruguera, Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape, Asterix, Lucky Luke y Tintín.

Poco después, descubrí el teatro (de la mano de Leandro Fernández de Moratín y su Sí de las niñas y de Antonio Buero Vallejo y su Historia de una escalera y El concierto de san Ovidio) y me enamoré para siempre de quienes han seguido siendo mis maestros: Enrique Jardiel Poncela y Miguel Mihura. Casi al mismo tiempo, leí uno de esos libros que merece la pena vivir para leer, El viejo y el mar, y hallé en El tercer hombre, de Graham Greene, al escritor que siempre quise ser y que jamás llegaré a ser y al que vuelvo, de tanto en tanto, como el que necesita reconocerse en la plaza por la que correteó de chico detrás de una pelota o en el escenario doméstico por el que aún transita la sombra de sus seres queridos que un día se fueron pero que nunca se van del todo.

Con trece años, tras acabar el colegio y antes de entrar en el instituto (cuando allí se impartía Segunda Enseñanza y no Enseñanza Secundaria, que, aunque parezcan lo mismo, no lo son) me pegué en apenas un par de días Crónica de una muerte anunciada y, durante ese verano, devoré El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora. Hoy no sería capaz de explicar el argumento de estas novelas (sobre todo de la tercera, que es como un western demencial, concebido por un discípulo aventajado de Rulfo y dirigido para la pantalla de mi imaginación por el gran Emilio "Indio" Fernández), pero la belleza hipnótica de las palabras con las que están contadas hizo que cayera preso de una especie de fiebre lectora, que, como todas, tiene algo de quijotesca y que me llevó a leer cuanto pude de su autor, de manera que, al llegar a Cien años de soledad, a diferencia de los cientos de miles de primeros lectores de la única obra maestra de la narrativa en lengua castellana que legó la pasada centuria, que se acercaron a ella con la ingenuidad y la capacidad de asombro intactos, en estado casi virginal, yo ya me conocía la geografía de Macondo como la palma de mi mano y el efecto, habitualmente deslumbrante, que este libro descomunal y justamente legendario causó en mí fue un poco menor al esperado.

De hecho, el propio García Márquez no dejó de reconocer que lo más arduo y duro de su carrera no había sido engendrar tan formidable criatura (a la que entregó casi dos años de su vida, trabajando en ella con la disciplina de un monje franciscano de Esparta, y en la que llegó a empeñar hasta los anillos de boda) sino sobrevivir al éxito y al reconocimiento universal que la publicación de esta extraordinaria creación trajo consigo.

"¿Cómo seguir escribiendo después de haber contado lo que llevaba toda la vida queriendo contar?", pensó el novelista colombiano, quien, con mayor o menor fortuna, trató el resto de sus días de responder a esa pregunta, convencido de que hiciera lo que hiciese la empresa estaría abocada a un completo fracaso.

Dotado de un prodigioso don para la fábula, mitad poeta, mitad embaucador, Márquez es probablemente el mejor narrador en lengua castellana desde Benito Pérez Galdós y rescató a la novela en español de un marasmo de calidad editorial, propiciado por la guerra, el exilio y el franquismo, al que parecía condenada en la década de los sesenta. Y lo hizo gracias a que supo mantenerse fiel a sus orígenes ("Todo cuanto soy se lo debo a la cultura popular", reconoció él mismo) y a que tomó como puntos de referencia estéticos, que no axiomas irrefutables, a lo más granado de la prosa anglosajona del pasado siglo, esto es: Virginia Wolf, John Steinbeck, William Faulkner y, en menor medida, Ernest Hemingway.

Exuberante y sensual, como la naturaleza que envuelve a su lugar de nacimiento, la escritura de Gabo es una región fabulosa, entre el mito y la realidad, en la que se obran los prodigios con la rutina de lo cotidiano y se percibe lo vulgar con el fulgor de lo milagroso. Lo mejor que se puede decir de su estilo es que resulta altamente adictivo, ya que es fácil dejarse mecer en el plácido rumor de su vocabulario interminable y barroco y en la arquitectura diáfana y perfecta de una sintaxis cervantina con la que solo puede competir el mismísimo autor del Quijote. Sin embargo, esta agradable y dulce literatura, que se paladea como un banquete exquisito, servido en la corte de Luis XVI, forjada con la magia indeleble de las historias mil y una veces contadas, genera un afán imitador que no conoce precedentes en nuestra literatura contemporánea. La nómina de plagiarios y plagiarias del creador de Macondo llega a ser de tal amplitud que conviene estar avisado antes de que uno se lance a leer cualquier cosa bajo la infame etiqueta de realismo mágico: una consigna que tiene mucho más que ver con las campañas de venta de los grandes almacenes que con una verdadera corriente literaria.

En el caso de Gabriel García Márquez, caer en la imitación es mucho más fácil de lo que parece. Créanme: sé de lo que les hablo. Me costó años desprenderme de su arrolladora influencia en todo cuanto escribía: ya fuera un relato, un poema, un texto periodístico o un trabajo para alguna asignatura en la facultad. Afortunadamente, hoy apenas encuentro ecos de él en mis escritos, cuando llegó a resultar una presencia constante, abrumadora, irresistible. De hecho, hace ahora un cuarto de siglo, presenté al concurso literario del instituto Poeta Viana una narración que, impregnada de evidente aroma garcíamarquezño y con el desafortunado título de Desmontó el jinete, recreaba un suceso real, acaecido en Cuba, que mi abuelo Anelio me contó y que él conoció de primera mano, en los años en los que vivió en aquellas tierras de promisión para tantos paisanos y paisanas.

Veinticinco años después, rescato de la soledad del olvido aquel cuento que, con algunas necesarias e inevitables modificaciones, a continuación paso a ofrecerles, en lo que pretende ser un sentido y cariñoso homenaje a quien tanto me acompañó, tanto me cautivó y tanto me enseñó cuando era más feliz e indocumentado.

*          *          *

El Isleño

            Y el olor acre, aquella penetrante y fortísima explosión, nos dejó a todos como embobecidos. Nuestras infantiles mentes habían puesto su imaginación a volar pero el espectáculo que finalmente contemplábamos superaba con amplitud todas las predicciones. Las gigantescas manchas de sangre invadían a borbotones nuestro campo de visión y las paredes y el suelo del cobertizo de madera, donde hacía sólo unas pocas horas había estado Floriserio Díaz, conocido en toda la provincia como El Isleño, blandían heroicamente la estallada savia de sus entrañas. Con alucinada claridad percibíamos la masa deforme y coagulada que aún colgaba de las vigas del techo. Permanecimos un tiempo interminable sumidos en un silencio respetuoso y lleno de pánico. El cuartucho ofrecía un aspecto frío, de tumba, de lecho funerario en el que cayó fulminado el mejor amante de toda la provincia.

            -No, de la provincia, no, de todo el país: mi hermano mayor dice que era el cobijón más grande de Cuba.

            -Sí, sí, era el mejor.

            -Y un jinete muy bueno.

            -También, también en eso…

            -Y sabía cantar…

            -Carajo, cómo cantaba…

            -Era como oír a los pájaros.

            -Mi padre dice que El Isleño era un virtuoso en el cuerpo de un pecador insaciable.

            -Sí, señor, tu padre tiene razón.

            -Y era un valiente…

            -¿Qué significa insaciable, Anelio?

            -Sí, cuentan que una vez, mientras atravesaba la selva, para ir a trabajar al canal de Panamá, se enfrentó a un jaguar: lo mató con sus manos y luego, del hambre que llevaba, hizo un fuego y se lo comió.

            -Bah, eso no me lo creo.

            -¿Lo viste tú?

            -No.

            -Entonces, ¿para qué hablas?

            -No sé, ¿pero lo vio alguien?

            -No hace falta, basta con creer en su palabra.

            -¿Y tú te creías todo lo que contaba?

            -¿Qué significa insaciable, Anelio?

            Embustero o no, lo que más nos gustaba a mí y a mis amigos de entonces era escucharle: oírle novelar las más fantásticas historias y aventuras, con aquel acento tan dulce como una caricia de mujer con el que había llegado de las Canarias, del otro confín de la tierra. Gracias a su verbo encantado una tarde estábamos en Pekín y la siguiente en Ceilán, ayer viajábamos por las Filipinas y hoy recorríamos las catacumbas de París. Antes de leer a Verne, antes de montarme por vez primera en el vapor, yo ya me conocía de cabo a rabo todas las regiones del universo y es que él era un maravilloso fabulador, de expresión fina y elegante, con su voz sedosa, embaucadora, te hacía balancear en una hamaca de irrealidad.

            Alto, moreno, con la mirada lastimosa de un Cristo de Viernes Santo. Fue nuestro héroe. Era nuestro héroe. Nadie le ganaba en destreza, en agilidad, y jugaba de miedo al béisbol. Por eso los mozos lo tenían por el más encarnizado enemigo aunque lo admirasen en secreto y todos quisiesen parecerse a él. Porque era el más consumado especialista en el arte, entre sublime y zafio, de la seducción. Ninguna mirada femenina se le resistía. Por sobria o monacal que fuera, ahí estaba con su gracia y su porte distinguido de caballero andante, para desmoronar cualquier resistencia que se le interpusiese. Ahí estaba El Isleño, consolando o enmendando a los corazones hambrientos de querencias y regalando a los oídos sedientos de palabras bonitas promesas musicales que hacen cosquillas en las ingles del alma. Había un corazón menesteroso y en seguida surgía la guitarra de Floriserio Díaz que entonaba hondos y profundos te quieros, y ay, que me muero por ti, vida mía, y déjame, paloma, que me pose en tu regazo. Entonces, todas las damas, jóvenes y menos jóvenes, ricas o pobres, solteras o casadas, viudas o despechadas, libres gacelas o panteras enjauladas, recibían con infinito éxtasis hedónico la ligera, fresca y agradecida serenata lunática del joven apolo, abejorro minucioso que fue libando de flor en flor, de palpitación en palpitación, de poema bonito en poema bonito, de lecho en lecho, como un catador de vinos excelso.

            -Oye, Isleño, cuéntanos el episodio de las hormigas devoradoras de hombres, cuando estuviste por el Orinoco.

            -Bueno, chicos, ésa ya la conté.

            -Pero anda, repítela, es una de las mejores.

            -En fin, si se empeñan…

            Julián González era el hombre más viejo del pueblo y lo tenían por el de más tino y el más cabal. Una tarde, mientras rodeábamos a Floriserio con la atención absorta con que los apóstoles escuchaban a Cristo narrar parábolas, se le acercó con sus pasos cortos, comedidos, del que ya no tiene prisa por llegar a ninguna parte.

            -Óyeme bien, Isleño, a ti no te conviene seguir más en este pueblo.

            -¿Qué dice, abuelo? ¿No ve que estoy echando un rato con los chicos?

            -Te hablo como el hombre que soy al hombre que creo que eres, Isleño. A ti no te viene bien estar más aquí. Coge tus cosas y márchate.

            -Ahora, escúcheme usted a mí: déjeme en paz, ¿me oyó? Déjeme tranquilo. Váyase a sentarse allá, a la sombra, a esperar el tiempo, y no me venga con más cuentos, que eso me suena a murmullos de viejas plañideras. Ándese y no vuelva a importunarme con consejos ridículos, ¿me oyó?

            -Sólo sé que el que avisa no es traidor, Isleño. Guarda tu cola de pavo real, deja tu reino y anda con más prudencia que algún día…

            -Váyase al carajo, abuelo.

            A lomos de su caballo blanco, el jinete siguió galopando. Con su timbre melodioso prosiguió entonando lindos cantares de amor y él continuó sembrando de polen los jardines de las almas gineceas. Una luna de nieve abanicaba sus vuelos nocturnos y las alcobas respiraban felices con la sola presencia de su hipnótico, inquietante y perfumado halo. Su reinado se prolongó durante otros diez meses. En todo ese tiempo, Eros no cesó de sobrevolar los tejados y de espolvorear la atmósfera con una lluvia de flechas almibaradas.

            -¿Te enteraste, Rufino?

            -Dime, Alberto, dime, ¿qué pasó?

            -El Isleño, Rufino, El Isleño… Esta mañana, el mayoral Gutiérrez, el que trabaja abajo, en el cañaveral grande, el de la United Fruit, lo trincó con su mujer en el cobertizo de las cuadras…

            -¿Y qué fue lo hizo? Anda, carajo, no te quedes callado…

            -Con el machete, Rufino, con el machete… Los abrió de arriba a abajo como si fuesen chanchos. Dicen que la sangre llega hasta la puerta…

            -¿Y él? ¿El mayoral?

            -Lo están buscando: los guardias y los del pueblo, lo están buscando hasta con perros. Dicen que se fue al monte, a esconderse, que lleva una escopeta y que dijo que no lo agarrarán vivo, que antes se quita la vida…

            Pronto empezamos a olvidarlo. Perdimos la noción de su existencia. Su abrupto final, no por previsible, convirtió su figura en una incómoda referencia estigmatizada por la superstición. Creo que en el fondo temíamos hablar de él porque la sola evocación de su nombre era como una invitación a que la muerte entrase por debajo de la puerta de nuestras vidas. Así que sus historias, su historia, comenzó a deshacerse en la memoria con la inconsistencia de un puñado de granos de arena.

            Hasta que ocurrió. Y no pude evitarlo. Fue como un acto reflejo, el último aliento de un ser que quiere hacerse paso a través de la maleza del olvido. Me sucedió en el interior de una sala de cine, en La Habana. Por vez primera veía a Douglas Fairbanks. Se trataba de El signo del zorro. El tipo esbozó una de sus sonrisas irresistibles y de inmediato reconocí, detrás de la máscara de su bigote de golfo con estilo, el rostro reluciente de Floriserio Díaz, que miraba al objetivo de la cámara, me miraba, y entreví un destello de amargura, de tristeza apenas disimulada, en esa cara de inocencia culpable. Y rompí a llorar como el niño que fui y que aún sigue viviendo dentro de mí: en el mismo lugar en el que El Isleño sigue cabalgando sobre su caballo blanco y nos continúa contando historias.

 

Santa Cruz de Tenerife, 1989-2014

 

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